María José Borsani

Sábado 25 de Julio, 2020

Por María José Borsani
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“Podemos concluir que más importa el servicio que las cosas hacen que el nombre que les damos, aunque, en definitiva, el nombre dependa del servicio, como ahora estamos viendo, porque queramos o no, volvemos siempre a las palabras”. José Saramago en “El año de la muerte de Ricardo Reis”.

En una definición simplista podríamos decir que el nombre es la palabra con que se designa una cierta cosa, persona, animal o circunstancia para individualizarlo y distinguirlo de los otros. O sea que el nombre es el título con que algo es presentado y reconocido como tal a través del lenguaje, atrás de un nombre siempre hay un concepto, una intención que soporta su relación de lo designado. Se enuncia desde el lenguaje existente que deja traslucir el marco referencial desde el cual se avala y justifica.

   Pero convengamos en que no todo es tan lineal y no todos los nombres se condicen tan literalmente con lo que enuncian y sería inapropiado e injusto de mi parte adherir a tal reduccionismo, por lo que —y en tiempos de urgencia sanitaria y social— este planteo puede ser trivial o nimio.

   Aún así creo que, hecha esta salvedad, bien vale intentar algún tipo de reflexión y de interpretación en relación a la expresión “nueva normalidad” para propiciar una revisión crítica que nos permita pensar qué dice este titular, a qué remite y obedece, a qué ideología responde, si se justifica conservarlo a la luz de los nuevos paradigmas, cuestionar su vigencia o no y porqué, pensar otras nominaciones posibles más acordes a la función social que cumple en la vuelta a clases.

   El nominar “nueva” a la conjunción de factores y circunstancias que caracterizan el momento pospandémico no escapa al discurso y no creo equivocado el aventurar que su inscripción se erige como una marca fundante que la identifica con lo porvenir. Deja en claro que se trata de algo inédito que se acaba de presentar y como tal adjetiva al sustantivo que precede.

   La “normalidad” es la situación de lo que se ajusta a cierta norma o característica habituales o corrientes, sin exceder ni adolecer. Alude a lo que pertenece o se manifiesta en todas las personas o cosas de que se trata, a lo que es usado o compartido por varios individuos o por una comunidad. Relativo a la mayoría. Frecuente. La ausencia de esta norma, la carencia o falta en estas características dominantes ubica otro territorio, ajeno, el de lo anormal. El concepto de lo que se considera como normal se erige entonces como parámetro en la concepción de lo anormal que ostenta sentido de negación, privación o falta de capacidad de un individuo o situación y hace referencia directa a lo incompleto, a la restricción y a la incapacidad, anuncia una falla en relación a lo completo a lo sano y lo normal.

El criterio de normalidad y anormalidad en educación estuvo históricamente constituido desde el saber médico"

La normalidad educativa

El criterio de normalidad y anormalidad en educación estuvo históricamente constituido desde la pertinencia del saber hegemónico, saber médico que se ocupa de la salud y la enfermedad y que no resulta ser el más apropiado ni el más idóneo para las cuestiones del aprendizaje. Arduo y complejo ha sido, y sigue siendo, el camino recorrido para superar este paradigma medicalizador y patologizador de infancias y adolescencias, por eso resulta inquietante la nominación de “nueva normalidad” asociada al mundo escolar. Entonces, hasta que se encuentre otra forma de nombrar, sea nueva presencialidad, co-presencialidad, presencialidad discontínua, mixta o como se lo llame, que la idea de retornar a las aulas sea lo menos medicalizada posible, que no resurjan palabras-conceptos vinculados a normalizar y a homogeneizar. Que no se hable de atraso, de déficit, repetición, sobreedad ni fracaso escolar, que no se reaviven modalidades que profundicen segmentaciones ni desigualdades, más de una vez provocadas por la misma propuesta escolar. Que el término normalidad no nos lleve al campo semántico conceptual de medir sujetos, recuperar tiempos, nivelar ni acelerar. Que predominen palabras impregnadas de profunda humanidad, que den bienvenidas, que armen trama con la voz, el cuerpo, la subjetivación, con el reencuentro, con el vínculo, con el cuidarnos y con el cuidar a los otros, con el cuidar la creatividad, la imaginación y los gestos éticos del enseñar.

   Seguramente la certeza esté en abrir las aulas con tapabocas, con alcohol en gel, con la debida distancia social pero también con la debida sensibilidad, amorosidad y solidaridad que requiere el momento.

Trascender el aula

Si el coronavirus ha venido a modificar la vida cómo no va a modificar la escuela. La cuestión por lo tanto pasa por no retomar o reproducir la vieja normalidad. Quizás la certeza esté en resignificar el espacio real y simbólico donde transcurren el aprender y el enseñar, en trascender el aula tradicional para construir un nuevo espacio amplio y plural.

   La nueva construcción será producto de la interacción de todos los protagonistas del acto educativo y revelará los sustratos teóricos sobre los que se la redefina.

Que el territorio normalidad no nos lleve al campo semántico conceptual de medir sujetos, recuperar tiempos, nivelar ni acelerar"

   En contraposición con la oferta de la normalidad de la vieja escuela tradicional la propuesta es abrir una nueva escuela, que responda al marco teórico socio - cognitivo - constructivista, y ecológico contextual postulado por la pedagogía socio - crítica, desde una propuesta curricular abierta, de base flexible, descentralizada, revisable y adecuable según los alumn@s, los contextos y los momentos donde se la efectivice. Una escuela que jerarquice los particulares procesos de aprendizaje de estos meses en que maestros y alumnos estuvieron cerrados en casa pero abiertos a nuevas formas de aprender y enseñar, y que priorice el cómo, el qué y para qué se enseña y se aprende, por sobre los resultados acabados, marcando una fuerte inflexión sobre lo cualitativo en desmedro de lo cuantitativo del modelo curricular cerrado tradicional.

   Difícilmente pueda registrarse paso a paso este proceso de construcción, lo que sí se podrá constatar serán los efectos con que la puesta en práctica pensada irrumpa en la escena escolar. En gran parte, esta modificación dependerá de cómo se posicione cada enseñante ante esta variable histórica, y de cómo se permita y se habilite y se acompañe en el pensar la posibilidad de producir cambios significativos que se enuncien con palabras como derecho, equidad, accesibilidad, justicia y diversificación curricular, trayectorias, apoyos y otros nobles vocablos inclusivos.

   No es el planteo de una disputa lexical sino de la debida reflexión conceptual ya que, parafraseando a Saramago, paradójicamente “podemos concluir que más importa el servicio que las cosas hacen que el nombre que les damos”.

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